jueves, 19 de marzo de 2015

Arde la imagen

Es en eso, pues, en lo que la imagen arde. Arde con lo real a lo que, en algún momento, se acercó (como cuando se dice, en los juegos de adivinanza, “te estás quemando” en lugar de “casi encuentras lo que está escondido”). Arde por el deseo que la anima, por la intencionalidad que la estructura, por la enunciación, e incluso por la urgencia que manifiesta (como cuando se dice “ardo por usted” o “ardo de impaciencia”). Arde por la destrucción, por el incendio que estuvo a punto de pulverizarla, del que escapó y del que, por consiguiente, es hoy capaz de ofrecer todavía el archivo y una imaginación posible.
 
Arde por el resplandor, es decir, por la posibilidad visual abierta por su mismo ardor: verdad preciosa pero pasajera, debido a que está condenada a apagarse (como una vela que nos alumbra pero que, al arder, se destruye a sí misma). Arde por su intempestivo movimiento, incapaz como es de detenerse a medio camino (o de “quemar etapas”), capaz como es de bifurcarse constantemente, de tomar bruscamente otra dirección y partir (como cuando se dice de alguien que debió irse porque “está en llamas’”). 
Arde por su audacia, cuando vuelve todo retroceso, toda retirada, imposible (como cuando se dice “quemar los puentes” o “quemar las naves’”), Arde por el dolor del que proviene y que contagia a todo aquél que se toma la molestia de abrazarlo. Por último, la imagen arde por la memoria, es decir, que no deja de arder, incluso cuando ya no es más que ceniza: es una forma de expresar su vocación fundamental de sobrevivir, de decir: Y sin embargo …Pero, para saber todo esto, para sentirlo, es preciso atreverse, es preciso acercar el rostro a la ceniza. y soplar suavemente para que la brasa, por debajo, vuelva a producir su calor, su resplandor, su peligro. Como si, de la imagen gris, se elevara una voz: “¿No ves que estoy en llamas?
Arde la imagen, Georges Didi-Huberman