Es en eso, pues, en lo que la imagen arde. Arde con lo real
a lo que, en algún momento, se acercó (como cuando se dice, en los
juegos de adivinanza, “te estás quemando” en lugar de “casi encuentras
lo que está escondido”). Arde por el deseo que la anima, por la
intencionalidad que la estructura, por la enunciación, e incluso por la
urgencia que manifiesta (como cuando se dice “ardo por usted” o “ardo de
impaciencia”). Arde por la destrucción, por el incendio que
estuvo a punto de pulverizarla, del que escapó y del que, por
consiguiente, es hoy capaz de ofrecer todavía el archivo y una
imaginación posible.
Arde por el resplandor, es decir, por la posibilidad visual abierta por su mismo ardor: verdad preciosa pero pasajera, debido a que está condenada a apagarse (como una vela que nos alumbra pero que, al arder, se destruye a sí misma). Arde por su intempestivo movimiento, incapaz como es de detenerse a medio camino (o de “quemar etapas”), capaz como es de bifurcarse constantemente, de tomar bruscamente otra dirección y partir (como cuando se dice de alguien que debió irse porque “está en llamas’”).
Arde
por su audacia, cuando vuelve todo retroceso, toda retirada,
imposible (como cuando se dice “quemar los puentes” o “quemar las
naves’”), Arde por el dolor del que proviene y que contagia a todo aquél que se toma la molestia de abrazarlo. Por último, la imagen arde por la memoria,
es decir, que no deja de arder, incluso cuando ya no es más que ceniza:
es una forma de expresar su vocación fundamental de sobrevivir, de
decir: Y sin embargo …Pero, para saber todo esto, para sentirlo, es
preciso atreverse, es preciso acercar el rostro a la ceniza. y soplar
suavemente para que la brasa, por debajo, vuelva a producir su calor, su
resplandor, su peligro. Como si, de la imagen gris, se elevara una voz:
“¿No ves que estoy en llamas?
Arde la imagen, Georges Didi-Huberman